Sunday, February 24, 2008

La última insolencia de los diputadetes


Es verdaderamente escandalosa la imbecilidad de los diputados que no quieren ver el nombre de Octavio Paz esculpido en los muros de esa Cámara que tanto han desprestigiado. ¿De dónde ha salido esta gente, por Dios? Gruñen, en su rudimentaria jerigonza, que un intelectual tan distinguido carece de un “perfil heroico”. Qué disparate. Por lo visto, la consagración de los “héroes”, vengan de donde vengan, les sigue pareciendo un trámite preceptivo aun en estos tiempos de sosegada transición democrática cuando las diferencias no se solventan ya a navajazos sino en las urnas (por más que el candidato perdedor quiera remedar escenas de levantamientos populares y algaradas).

Pero, ¿quién puede ser un héroe, en la actualidad y, sobre todo, qué necesidad tenemos de actos heroicos a excepción de los que puedan ocurrir en un incendio, un terremoto, un tsunami o una guerra, eventos todos ellos excepcionales de necesidad? ¿No debieran ser diferentes los merecimientos de nuestros prohombres ahora que la democracia liberal se ha vuelto la primera pretensión de las sociedades que aspiran a la modernidad? ¿Hay lugar para personajes de horca y cuchillo cuando la primera asignatura pendiente de la nación es la instauración de un auténtico Estado de derecho? En cuanto a los posibles “perfiles” de los potenciales homenajeados ¿no caben los hombres de letras, los pensadores, los artistas insignes, los humanistas, los filósofos y los científicos? Albert Einstein, de haber sido mexicano ¿hubiera recibido también el veto de estos politicastros mentecatos?

La complaciente estulticia de los diputadetes, sin embargo, refleja fielmente su concepción de un país necesitado de caudillos y paladines para construir su propia identidad. En esta visión no entran otros que los “heroicos” porque —al contrario de esa letra del Himno Nacional, anacrónica de necesidad, que se conserva como una reliquia histórica— para cierta parte de la sociedad mexicana —la que vive de los dogmas y principios tan manoseados por el antiguo régimen —el pasado es una experiencia obligadamente cotidiana.

El persistente mito del “héroe” —que, en su manifestación más chabacana se ha expresado en las estatuas ecuestres de López Portillo y otras exhibiciones esperpénticas de un culto a la personalidad elevado a la categoría de deporte nacional— no tendría ya vigencia en un entorno de globalización, predominancia tecnológica, fortaleza institucional, civilidad, tolerancia y alternancia democrática pero, en nuestra cultura, la nostalgia de la figura providencial sigue siendo una realidad. De otra manera no te explicas la lista de requerimientos de la turba legislativa de turno que, luego de que le hubiera germinado en la cabecita la ocurrencia de honrar a unos de los mexicanos más excepcionales del siglo XX, le exige ahora cumplir con la condición de “héroe” —¡madre mía!— en vez de reconocer los alcances de su inteligencia, la importancia fundamental de su obra y la trascendencia de su pensamiento.

Octavio Paz recibió el Premio Nobel de Literatura y el Premio Príncipe de Asturias sin haber rescatado a nadie en una trinchera, sin haberse lanzado a las llamas cuando se quemaba la Cineteca Nacional y sin haber sido asesinado por el heredero directo de alguno de los próceres oficializados de la Revolución Mexicana (con mayúsculas). Es un hombre cuya figura no necesita ser justipreciada en manera alguna por los vividores de nuestra insolente partidocracia, esos parásitos ineptos, mezquinos, desvergonzados y pretensiosos que mantenemos con nuestros impuestos y que, a no ser que los ciudadanos inscribamos sus oscuros nombres en un Muro Nacional de la Ignominia, no se enterarán nunca de su intrínseca insignificancia, más allá de su monumental estupidez. Shame on you, como se dice en la lengua de Shakespeare.

Román Revueltas Retes - 644

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